martes, 18 de enero de 2011

Funeral.

Las viejas se daban la mano en mi funeral.
Creo que lo llaman “darse la paz”, pero no sé qué tiene de pacífico el intercambio de patógenos entre individuos cuyo sistema inmunitario murió con Carrero Blanco.
Luego una mujer cincuentona con cara de dominatrix pasó por los bancos una cesta en la que las viejas dejaban parte de su mísera pensión.
Y yo frío, inmutable, en una caja de madera a dos metros bajo tierra, a la espera de ser devorado por los gusanos y lanzado al osario para que un estudiante de medicina decore su salón con mi cabeza.
Un niño hizo sonar una campanilla.
Las viejas recibían una eyaculación sagrada en forma de oblea, con sus lujuriosas lenguas asomando a través de sus dentaduras de cerámica.
El cuerpo de Cristo.
Y cerraban los ojos al sentirlo en sus lenguas y se volvían satisfechas a su asiento.
Mis amigos iban pasando por delante de mi familia dando su más sentido pésame.
Y las viejas salían del templo cotorreando sobre otras viejas no presentes, alguna hasta le daba cincuenta céntimos al yonqui de la puerta.
¿Por qué pasó esto?
¿Por qué este ridículo trámite?
Por el amor de todo cuanto es bueno y puro en el mundo, morí transportando una bomba a una sacristía.
¿Acaso nadie se enteró de eso? ¿Creéis que exploté por la callé así sin más? ¿Así por las risas?
Vais a ir todos al Infierno.
En serio, queda feo reírse de un muerto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario